Musique et Philosophie

El filósofo y la noche… La escritura, la noche…



De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta que la sangre es espíritu.

F. Nietzsche



¡Me gusta la medianoche porque todos callan! En el día no se puede pensar, eso era un privilegio de los hombres de antaño. En la actualidad el día está hecho para sobrevivir y para ser lacayos, obreros, peones encorbatados, pero nunca para pensar, es decir para Vivir. Ahora bien, un violín en la noche es de lo más fantástico, la orquesta en allegretto, la batuta ordenando un lento cuasi glacial que hace entrar en razón… y en ficción! En el día no puede haber otra música que la constante venida de la noche del alma. Digámoslo con algo de crueldad: el tedio citadino sólo puede ser aceptado por naturalezas contrahechas; ¡alguien saludable y con un espíritu que vuela, sin duda preferirá la independencia que trae el inefable aliento de la noche!

Empero, es harto evidente que el hombre moderno esta contrahecho por donde quiera que se le mire. Basta ver la execrable felicidad con que accede a las contemplaciones más volátiles e insulsas y con las que todo hombrecito y mujercita alegran su triste corazón — frente a las vitrinas. ¿Algo más desgraciado, feo, insensible y de mal gusto que el hombre moderno? ¡Un pensador serio, de forma resuelta, concluye que no! Y a veces aunque el influjo de los rayos de la luna le pongan algo romántico y quizás por un instante llegue a pensar que lo único que le redime de esta fealdad sea su conciencia histórica, aquella afección mengua, con el más terrible desencanto, cuando la bella Sofía silba al oído que para el sapiens moderno aquel privilegiado fenómeno carece de toda importancia; es cierto, los hombres se aterran con sólo pensar en que puede haber algún hecho, alguna certeza, alguna piedra de toque en el pasado lejano que pueda hacer temblar su creencia en los necios fetiches que necesita hoy para sobrevivir. Por tanto es lo mismo que la nada: ¡un alma de día!

Pero el filósofo utilizará la noche porque sólo ella puede otorgarle la tranquilidad necesaria para cavilar toda transgresión, que él siente, que él ve, cabe imponer sobre la imperdonable lasitud del capataz y del obrero. O del amado jefe de la república presidencialista o parlamentaria. Sabe que todos estos necesitan leerle, educarse, porque quizás algún día la masa escueta y servil de la que hacen parte y que dirigen, deje filtrar un rayo de luz y no se permita adorar más la vulgar algarabía del catolicismo y el chisme democrático que pasea por las calles, almacenes y ferias de la república. La verdad es que hay que tener muy mal gusto y ser un cabeza de repollo, para perder la vida en todas las majaderías ruidosas que alimentan el espíritu del Estado democrático ¡Bah! ¿Qué es la democracia? ¡Una patraña moral, una bullaranga de monos psicóticos con una idea moderna de cristianismo!  La adoración de la tediosa jornada diurna, porque esta facilita el religioso desarrollo de la doxa frente a las vitrinas. El día con todas las peripecias que trae, hace al hombre más grosero y ordinario. En esas peripecias acontece una fatal contradicción: la esclavitud y sumisión en la lucha por la vida diaria, se apoderan de toda pretensión por sublimar la vida. El arte desaparece…

Ahora bien, ¿A qué se dedican la infinidad de humanos (hoy cerca de siete mil millones) que el planeta alberga de forma tan desinteresada? Se dedican, naturalmente, “a vivir la vida”. Que es lo mismo que hacer del día una larga tragedia para la tierra. Un espacio y un tiempo para molestarla con toda la necedad de la que es capaz un animal “inteligente”. “Vivir la vida” implica para estas naturalezas, no dedicar un mínimo espacio para el pensamiento, dado que, en el día, más que la noche, es donde se ejecutan todos los malos instintos del hombre de rebaño. Por eso, acordemos que toda resistencia viril emerge desde la profundidad de la noche. En el silencio que hace poderoso el espíritu del creador, las manos del artista. Por el contrario, la fortaleza del hombre de rebaño está en el vicio que trae consigo los primeros rayos del sol. Vicio tan fuerte y tan laborioso que incluso hoy desea apoderarse por completo de la noche y hacerla su esclava. La racionalización del tiempo es sólo un artificio para estropear la belleza de la tierra, la invención eléctrica, por ejemplo, tiene un terrible trasfondo.

Si pensamos en lo que lleva a un hombre  corriente a adquirir sus hábitos, costumbres y/o una idiosincrasia, no veremos en ello más que impotencia, necesidad y malos instintos. Nadie se forja tal y como desea hacerlo porque no hay una mínima morada para el pensamiento en el ser. Así como no se es cristiano o budista porque la persona analizó el conjunto de las religiones que existen y después de un análisis pormenorizado decidió al fin, hacerse fiel a esa fe, sólo la impotencia del análisis y el desdén de toda introspección le hacen digerible las costumbres de su país, familia o las de su tribu. Platón tenía razón cuando pensaba que las almas doradas deben imponer su voluntad sobre las demás, puesto que, es una condición fundamental para mantener la salud del Estado (y también agreguemos aquí, la salud de la tierra). Por el contrario, las almas de bronce y las almas de plata deben obedecer a esta voluntad superior, porque es quien posee la sabiduría y aristocracia suficientes para conducir por adecuado sendero al resto de los hombres. Empero, esto nunca ha sucedido, es indudable que siempre dominó el hombre gregario y sus ideales gregarios, por ser este de un mayor número y de más prolija reproducción. Éste es el padre de un exceso de fealdad en la tierra: ante la falta de este órgano — el pensamiento— se desencadenan en nuestra historia,  los caprichos y el ciego instinto de los órganos sexuales.

Por eso el filósofo y, en esto reconozcamos lo que alguna vez decía Schopenhauer, es aquel que reconoce de forma gradual su vocación y su situación frente a la humanidad y quien, por consiguiente, llega a la sana convicción de que no hace parte del rebaño sino de los guías de éste, es decir, de los educadores de nuestra especie. Pensemos, además,  en que para lograr lo anterior, éste debe templar sus facultades espirituales e intelectuales de tal modo que no desempeñe el usado y fachoso papel del simple intelectual. Aquí es cuando su afinación y sintonía con el universo deben llevarlo a derramar el fruto de estas, no en los pequeños rebaños que la casualidad o la necesidad le acerquen hasta sí, sino abrirse paso a la extensión de la humanidad (en el oleaje de la escritura), de tal forma que capture a los elegidos de la noche, a las excepciones, ¡a los mejores! La educación no debe ser impartida por cualquiera, debe ser contagiada por espíritus superiores en cuya fisiología y psique fluya un portentoso caudal de imaginación — extramoral. ¡El educador debe ser ante todo un filósofo! (por supuesto entendiendo esto en los términos en que los sublimes griegos concebían la simbiosis entre Phileo y Sophia).

Una gran certeza: la aristocracia del espíritu, esa fuerza cósmica que anida en los escogidos, hablará a través del mayor invento que la humanidad haya hecho jamás. ¡Se logra con los movimientos de una pluma! Esta dibuja el lenguaje de la inteligencia universal. Así, la palabra escrita representa a la noche y la oralidad representa el día y su vaga doxa. Desde luego es la escritura quien siempre permite la mayor fidelidad y concisión ante los azulados rayos que brotan de un pensamiento aristocrático. La palabra escrita es ese invento dotado de divinidad — haciendo a un lado, por supuesto, todas las necedades que por medio de esta se hayan hecho y se hayan dicho desde siempre.

Ahora bien, aquellos que no escriben o que escriben demasiado, o a los demasiados, habrá que considerarlos no escogidos (proscritos); al no ser amamantados por el propio pecho de la perenne Sofía, es necesario destinarles a la repulsa. La duda sobre las altas facultades intelectuales —y espirituales—, de quienes no han escrito pero que la raza humana a tomado por sabios o por pastores, debe llevarnos a pensar que no constituyen ningún síntoma de cultura superior y cabe adjudicarles papeles muy distintos a los que hasta ahora se les ha otorgado. En la mayoría de los casos son gárrulos, o como diría Schopenhauer, “héroes” sobre todo prácticos que han actuado más por su carácter que por su cerebro.

Es necesario dudar con rigor de ese tipo de “inteligencias”: Cristo por ejemplo. Al no blandir una pluma al papel dejó que los charlatanes inventaran esa desafortunada enfermedad que ha embrutecido a occidente por más de dos milenios. Es claro que entre su mensaje y el de hoy existe una diferencia abismal… Pero antes de él Sócrates, cuya gran barriga, que conocemos hoy por la iconografía, parece haber sido el aposento de todas las alucinaciones fedónicas y de ultratumba. El Fedón[1] es una bufonada parecida a los escritos de ese vulgar personaje — institutor del cristianismo — llamado Pablo de Tarso. Por lo tanto, para hacer justicia y para compartir la sentencia de nuestros amigos Nietzsche y Schopenhauer adjudiquemos a estos dos sujetos el papel de alucinados del transmundo. A Sócrates le delata su gran panza, pues ésta no cabe jamás dentro del conjunto de signos —psicológicos y fisiológicos — “del genio”. Lo más probable es que comiera demasiado luego de sus peroratas diurnas y durmiera con la barriga llena apenas se ocultaba el gran astro.

Esto es importante: la forma más fiel y más clara que el filósofo tiene para dirigirse a los hombres naturalmente es la escritura. Subrayemos la tesis: es aquello que lo diferencia y lo ratifica como un espíritu que no hace parte del rebaño, sino que es el educador[2] de este. La legítima escritura es la semilla que pervive en los anaqueles del tiempo, más allá, del palabrerío que ronda los pasillos, los auditorios y toda esa rancia vanidad de los eruditos y doctos. Todo lo que se diga de importante en relación con el género humano no puede ser dicho y conservado de mejor manera que por este admirable invento. La forma verbal es más adecuada para hacer otro tipo de diligencias, por ejemplo, hacer política, ritos religiosos o para engañar a todo tipo de incautos que por regla necesitan ser engañados. Pero esta forma, es claro, sólo afecta a un número restringido de individuos. Por el contrario, cuando se piensa con profundidad, la escritura, es la forma de encarnar la palabra y de conservar con fidelidad las ideas que quizá rediman en el tiempo a la cada vez más desventurada raza de los hombres.

Digámoslo con soberana afirmación: ¡La escritura es placer de la eternidad! Solaz del espíritu que piensa con hondura. Es, además, el símbolo que al filósofo otorgan desde siempre las fuerzas supremas ¿Cuáles? Me lo reservo, esto no deben saberlo los superfluos, porque cuando vean de día el hermoso orgullo del filósofo, querrán apedrearlo en la calle!

Para terminar: si un filósofo no desafía a la humanidad a pensar, si este no le ultraja, si este no habla con rigor a eso que con tanta tosquedad la gente llama cultura, si este no es un belicoso por excelencia, entonces es simplemente un charlatán, un erudito, un intelectual, un lacayo al servicio del mismo  reino de los muertos que ha regido la historia hasta hoy.

¡Qué deliciosa voluptuosidad habita en la escritura!







[1] Que aunque lo escribe Platón, relata con fidelidad las opiniones de Sócrates acerca de la inmortalidad del alma.
[2] Hay que precisarlo con una metáfora: no es la necesidad la que hace al filósofo un educador, por el contrario es su potencia, su riqueza; aquella que le hace comparable a un árbol cargado de frutos y del cual todos pueden tomar porque precisamente este es inagotable!

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