De Lo Moral A Lo Extramoral En El Film Fanny Y Alexander[1
La experiencia estética con el film de
Bergman “Fanny Y Alexander” agita el espíritu de diversos modos. Es más que
evidente su riqueza, un lugar donde afloran no sólo los nobles perfumes de la fantasía
sino del teatro, la lectura, la música y para cerrar con maestría, la magia. Si se trata de describir mi
experiencia de la película, tendría que admitir que la rodea cierto halo de
inefabilidad. Accedo a través de ella a un devenir catártico y usando un
término de la fisiología — medicinal para mí. Transporta a esa rica imaginación
por la que de niño también mi cuerpo era flagelado por la moral y la verdad hechas ira
y locura ¡Ahora sé con certeza que aquella imaginación era rica y no mentirosa!
Y, que algo de niño pulula siempre sobre las mascaras que ahora me acompañan. ¡Vaya!
De esto deviene incontenible una lágrima sobre la sien… dos, tres ¡…. la verdad es que miento! Un tonel de
ellas sobre la noche fría y sola, pero inmoral y embriagante bullendo todos los
recovecos de la memoria! El contacto y sumersión en sus contrastes, la
fotografía, la música, — había dos románticos R. Schumann y F. Chopin — el misterio de los muñecos que acerca al
horror de la infancia, en fin, todos ellos elementos que configuran una
experiencia estética que reafirma mi existencia ante todos los demonios que emergen
del filme, (como ficción que transgrede mi realidad actual y además mnémicamente), pero que al unísono me potencian.
Pero podría pensar en una experiencia estética,
también, como conocimiento. Y para ello hay que dialogar con la filosofía de
manera tal que, tanto arte y logos se enlacen como dos elementos en una compleja
vinculación, antes que en una oposición radical. Me interesa dialogar sobre
todo con Nietzsche, ya que, hay varios elementos del filme con los cuales
podría enriquecer un buen texto del autor en el que encontramos un contraste
también radical entre Arte y moral. En Fanny y Alexander este contraste constituye
lo fundamental de la obra, a saber, el valor soberano que ya desde Schiller habíamos
pensado en torno de la educación estética del hombre (cuestión que se afirma de
manera importante en el film) y la dimensión ascética, de ultratumba, que constituye el ideal evangélico-protestante.
En su ensayo juvenil “Sobre Verdad Y Mentira En Sentido Extramoral” Nietzsche opone a la moral del hombre
conceptual, del hombre de acción, del científico (hombre racional) una
“voluntad de poder” (hombre intuitivo) donde la intuición artística configura, su
existencia. Estamos hablando de una contraposición clara entre dos dimensiones
que han permeado la historia de occidente y en la que es por lo demás evidente,
una de ellas ha impuesto su voluntad a través de “milenios”. La misma historia
de la filosofía, que se suponía, tenía la responsabilidad al menos teórica de
estructurar pensamientos claros y distintos acerca de la realidad humana, ha
arrojado como sintomático de esa voluntad dominante una conspiración oscura contra
la vida. Esta voluntad lúgubre, antiestética, dogmática, hipócrita, moribunda, de cuyo más elevado valor e insignia, religiosamente se ha dignado llamar
verdad, ha sido la moral dominante. Todo vestigio de Arte en ella,
siempre ha conducido a un único sitio, a un mismo encuentro que responde a la
demanda de debilidad con que este hombre asume su existencia en la tierra; en
el trasfondo de las más intrincadas teorías que se mimetizan en el decir de
ciertas “filosofías”, siempre se ocultó el hedor de la muerte, de la
intransigencia para con la tierra, de su mecanización y automatismo, una completa ausencia
del arte, para la vida. En el
filme podemos analizar este tipo de ideales.
Ahora bien, se trata en este escrito de dar
cuenta de una experiencia estética como conocimiento, pero como apertura de un
conocimiento que es consciente de sus límites, es decir, no enmarcado en las
concatenaciones conceptuales propias de la moral que desdeña el devenir, o para
usar un sentido romántico, que hace maldita a la metáfora. En palabras de un obispo quizás esta frase: “Esa corrupta e infernal quimera que nada tiene que ver
con la verdad sino con la vil mentira”. La idea primordial es acceder desde la
experiencia estética con el film, esto es, desde las formas de aprehensión del mundo
que ella posibilita, sus detalles críticos, sus enigmas, su transgresión de lo
mundano habitual — a través de la imaginación etc., — a una idea de conocimiento inédita
que implicaría precisamente la transgresión radical de la moral que suponen la
verdad y la mentira.
Partamos, por ahora, de la presuntuosa voluntad
de saber qué es verdad y qué es mentira para el obispo Vergerús, luego de las
peripecias que generaron su vínculo estrecho con la familia de Alexander y de
manera especial desde un efecto teatral que conecta a la realidad en la
historia fílmica cuando el padre de Alexander evidencia enfermedad y muere
sobre un escenario de teatro. La intrusión del pastor luterano es un giro
brusco que altera de forma temporal la historia de aquella familia cuasi-burguesa
acostumbrada antes que al ascetismo ultramundano a los sensualismos. Por lo
menos en lo que respecta a la madre (Emilie) de los niños, dado que por dolor
los expone a los dogmas del religioso.
Aquí vemos toda la maestría del conocimiento
del espíritu humano expuesto por Bergman en lo que concierne a los conflictos
sentimentales que inducen a los hombres a infinidad de peripecias peligrosas: una madre viuda que por desolación es arrojada a los brazos de un desconocido y
la piedad interesada del creyente. De esta forma Bergman crea la atmósfera precisa para enfrentar dos realidades disimiles que son importantes también a
la hora del debate sobre la comprensión de la experiencia estética moderna: de
un lado los valores mesiánicos (verdad), y de otro una perspectiva burguesa más
en relación con la creación artística respondiendo quizás a lo que Hegel llama un carácter anfibio, (la familia Ekdahl goza de las costumbres burguesas y a su vez cultiva una forma de arte). Dos
realidades, dos tipos de interpretación del mundo con conceptos, fantasías,
creencias, fe, aberración, imaginación etc., que crean un ambiente propicio para entender el
valor del Arte sobre la vida y a si mismo determinar los efectos de su ausencia.
Parto de la primera lección de moral que nos
presenta el filme: “puedes decirme... —
le dice Vergérus a Alexander — ¿…puedes quizá explicarme lo qué es mentira y lo
qué es verdad?… ¿puedes…? Con esta
pregunta Bergman inaugura el enfrentamiento. La idea que quiere ofrecernos es
diáfana: el adoctrinamiento moral ante la espontaneidad e imaginación del
infante. En un primer momento se piensa que Alexander a mentido pero en
realidad éste sólo teje una historia cómica llena de fantasía y saltimbanquis. Aquí
la película nos presenta un cambio de fortuna evidente para la imaginación de
Alexander. Es cierto que este giro no trasgrede su esencia puesto que Alexander
lucha con todo lo que se trata de imponerle, pero es claro que a partir de ahí comienza
una amenaza peligrosa para su vida y cuyo preludio, como vemos, empieza
llevando a juicio —ante el tribunal de la “razón”— su imaginación. Alexander se
opondrá a través de su naturaleza intuitiva, sin embargo, el riesgo de castrar
para siempre el juego aventurero de
su vida es latente.
En un segundo enfrentamiento atravesado por
acusaciones graves del niño al adulto religioso Alexander tampoco miente porque
descubre hechos concretos del pasado del alucinado obispo revelándolos en una
narración de matices góticos y tenebrosos. Es su imaginación, la que le lleva a descubrir
la hipocresía de este ángel de Cristo.
Pero analicemos a la luz de la antorcha
nietzscheana el carácter de ese conocimiento de la verdad; el presupuesto
metafísico y los conceptos sobre los que se funda toda psicología de esta
moral. Desde “Verdad Y Mentira En Sentido
Extramoral”, es posible abordarlo con claridad. Digamos que Nietzsche en
este ensayo emprende un cuestionamiento al problema del conocimiento y es uno
de los primeros esfuerzos, muy lúcido por cierto, como crítica seria, a la
historia de esos valores morales; a la metafísica, a la razón, al lenguaje de
la ciencia, que para ser certeros, y digámoslo con crueldad, no
difiere mucho de la lógica y de la forma de pensar de los fanáticos — puesto que en última instancia se amparan en
creencias.
Al menos Nietzsche comienza por algo esencial:
discutir de manera seria, aquello que “los
animales inteligentes inventaron como conocimiento” y que de manera responsable
o no, ha usado para construir los pilares sistemáticos sobre los cuales se
ampara toda nuestra cultura. Nietzsche comienza señalando una dificultad
fundamental sobre esta cuestión y es el problema del hombre que al estar dotado
por naturaleza de intelecto puede metaforizar, crear conocimiento en todo el
transcurso de su vida. Pero el problema no es precisamente éste, sino que su
nocividad radica en que el hombre al ser el más expresivo de los animales se ha
dejado llevar por su fatuidad y presunción de verdad, hasta sobrevalorar de
forma desmedida dicho intelecto y con ello procurarse un “conocimiento” que le
induce de manera constante a autoengaño. Es por eso, pertinente precisar que la
crítica no recae sobre el marco general del intelecto, sino sobre un determinado
esquema en que éste ha operado por error a través de la historia y que
constituye, sin duda, el más fiel patrocinio de toda esta tradición metafísica
y sus valores. Hay un pathos fundamental
sobre el que el hombre ha sobrevalorado el conocimiento y Nietzsche lo
identifica como el culpable por el cual, el hombre piense que aquello que él
nombra en el lenguaje sea el orden en estricto
sensu de lo real, como si este llegase de una forma pura, mediante ese acto
nominador, a la esencia de las cosas. Dicho pathos
es creerse históricamente que por ser poseedor de tal facultad intelectiva,
todo el orden cósmico incluso, podría ordenarse de acuerdo a lo que él piense
que es preciso dar el titulo de conocimiento. De todas formas no es sino
humano, nos dirá el autor, y hay que superar de forma inmediata esa
consideración tan “patética” con que se presume de él.
La primera determinación es analizar el
concepto de verdad: qué entraña dicha noción, por qué se origina dicho impulso
en el hombre, qué condiciones conllevan a que los seres humanos sientan deseo
de la verdad y, por otro lado puntualizar cuál es el fundamento del polo
opuesto a tal noción, es decir, ¿Cómo se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira?
El punto es decisivo para entender el rigor
de la crítica nietzscheana. Aparece por primera vez ante la denuncia del
conocimiento la desmantelación del orden moral al que este está sujeto. Es
evidente que el ser humano tanto por la necesidad, como por hastió, siente como
necesidad apremiante el crear para sí un cúmulo de convencionalismos y códigos
llamados conceptos que le permiten interrelacionarse como ser social. Bajo esta
necesidad artificial, por cierto, y utilizando como su herramienta básica el poder legislativo del lenguaje, el
hombre se crea el artificio más grande que lo conlleve a vivir en esa
condición, unas leyes, normas, un “tratado de paz” que le hace entrever ya lo que deberá ser
aceptado dentro de ese grupo social como verdadero y como falso.[2]
De manera uniforme se pretende regular cada
cosa que opera dentro de ese esquema artificial. Tendrá cada designación de
dichas cosas que obedecer bajo los mismos parámetros de valides y, ser
por tanto de carácter obligatorio para
el conjunto de los que constituyen ese “orden” social. Y es desde ese punto que se configura lo que
con Nietzsche podemos llamar la
indiferencia del conocimiento puro o certero, aquel que sólo en la más
nítida reflexión del intelecto puede originarse. Hay de entrada una partida en
falso ante la asimilación pura del conocimiento, de la verdad, porque es
evidente que los hombres sólo desean las cosas o el conocimiento que les
procura cierto modo de vida tranquilo y sin ansiedades mayores. De hecho las
verdades, el conocimiento puro les es indiferente porque generalmente no le
proporciona un cierto orden empírico u emocional tan favorable a la vida, como
sí lo hacen, en apariencia, las convenciones con las que él puede admitir o
desadmitir según su conveniencia. Desde aquí podemos ir rastreando los síntomas de una moral de la decadencia,
en términos de que toda asimilación filosófica, altamente reflexiva contraría
los deseos del hombre de rebaño para el cual el lenguaje constituye la
expresión más idónea de toda su realidad. El conocimiento por oposición al
comúnmente admitido, es decir, el avalado por lo que Nietzsche llama “el canon de la certeza” se da solamente
en los términos por los cuales, se adquiere conciencia de las extrapolaciones
arbitrarias de la legislación lingüística[3] que designa el aceptado
orden factual sobre el que operará el conjunto social. Dicho saber incorpora
desde luego la más alta profundidad y responsabilidad en el modo de pensar y estará establecido de
manera fundamental por el juego libre del
intelecto.
Ahora bien, hay que subrayar que este aspecto
de las extrapolaciones que se llevan a cabo en el proceso de nombrar, de sistematizar
las cosas en diferentes géneros: el objeto masculino, el objeto femenino; la
caracterización de las cosas a partir del primer impulso de nuestro aparato
sensorial como verdad del objeto en tanto que es y, en tanto que está ahí
sensible, es lo que en suma se terminará por llamar concepto. Por primera vez, a partir de esta extrapolación
arbitraria, se cree estar en posesión de la verdad.
Por primera vez el hombre en su afán de conocerlo todo, ha creído ciegamente
establecer una realidad inmóvil, algo sobre lo que estima, puede afianzar su conocimiento;
esto ignorando por completo un aspecto sobre el que jamás los sentidos en su
percepción del mundo nos podrían engañar, es decir, el continuo devenir que
ellos perciben natural y como certero, ó en las brillantes palabras de
Heráclito: “Nada es, todo fluye”.
Puntualicemos entonces la noción de verdad y
su desmantelamiento moral, citando al propio Nietzsche:
En efecto “¿Qué
es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han
sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después
de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las
verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se
han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su
troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”.
Es evidente que nos queda clara aquí la
connotación moral del término verdad. Tenemos que, el estilo vinculante con que
esta noción engloba todos los ámbitos tanto del conocimiento como de la vida
práctica del hombre, es pues, la razón de ser de todo aquel compromiso que la
sociedad establece para mantener su presuntuoso, pero débil y engañoso orden de
convivencia. De todas formas el desconocimiento
de todo cuanto se dice que es lo bueno o malo, del la imposibilidad de
la representación objetiva, de la apariencia elevada al rigor de “la verdad”,
serán los aspectos clave con los cuales verdad y mentira fundan toda
convivencia social. Todos estos aspectos,
una absoluta patraña, constituyen dicho refugio: una cosa fija, una casa en
donde alojar la conciencia y un rebaño en el cual apoyarse para poder existir; una renuncia inconsciente, en otros
consiente a la posibilidad de imaginar algo diferente.
Y ¿Qué es esta verdad resonante y cargada de los
más enmarañados efectos moralistas, sino la mutilación de toda capacidad
creadora y de todo posible metaforizar la existencia con las alas potentes que
puedo hallar tras esos muros, - en la extramoralidad?
Si bien, no se debe desprestigiar por completo estos cánones sobre los que
hasta ahora se ha amparado todo el saber, es posible entonces desde el
reconocimiento de que los conceptos no son la esencia de las cosas y del precisar
el engaño de todo ente fijo e incluso el de la más bella metáfora, apuntar a la
construcción de una nueva mente que desborde en imaginación extramoral. Y esto implicaría trastocar las plataformas
existentes con un nuevo sentido. Para Nietzsche el hombre es un productor de metáforas, par excellence,
sólo que lo que hasta ahora ha elaborado lo ha asumido como verdades inmutables.
Lo que ha resultado tan peligroso es que
el hombre ha olvidado, con el tiempo,
que son sólo antropomorfismos e interpretaciones del mundo enteramente
subjetivas. Esto ha sido su gran error.
Ahora bien, es indudable que el orden
artificioso que ha elaborado el hombre a través de los más abstractos sistemas
conceptuales a dejado ver su capacidad inherente para metaforizar (desde ese
primer impulso nervioso que traduce en imagen, en sonido, en concepto etc.),
también la posibilidad de acceder a las más certeras reflexiones como por una
producción artística del más elevado trabajo y en que poiésis y reflexión
filosófica, (logos) pueden entrelazarse en
un mismo movimiento estético.
El hombre es “un poderoso genio constructor”,
nos dice Nietzsche, para referirse a su capacidad de levantar todo un complejo
sistema conceptual sobre las bases inestables que se dan a partir de una no
identidad entre las palabras y las cosas, pero que la acepta en tanto tal, como
seguridad de lo que ulteriormente pretende fundar. La fábrica de los conceptos
para lograr erigir de ahí una ciencia relativamente más sistemática, debió olvidar el material más fino con
que posiblemente se accedería a los objetos puros y también olvidar que la
metáfora no es juego de lenguaje sino las cosas mismas. Estas ciencias que
tienen como ambición fundamental el encontrar nuevas verdades, descubrir nuevos
saberes lo hacen a partir de la pauta convencional que previamente han fijado
y, sí de nuevo, enuncian el descubrimiento de una verdad nueva, ésta sólo será
en forma limitada, antropomórfica,
sin ningún carácter que demuestre su valides universal y su realidad objetual.
Efectivamente todo obedece a la invención e interpretación humana y la búsqueda
de estas verdades son con claridad el resultado de la “…capacidad originaria de la fantasía humana...” y de la invencible
creencia de que este escritorio, este papel, estas paredes blancas, son una
verdad en sí.
Sobre
una creencia
pues, se ampara el estrepitoso mundo conceptual que configura toda acción que
realizamos y, precisamente por ello, es como se configura la seguridad que
experimenta todo hombre en su habitad: “el
hombre se olvida de sí mismo como sujeto” y así encuentra la calma
necesaria para pasar sus días sin mayores paradojas que le inquieten y que por
ende le inciten a la reflexión. Estos muros que le aprisionan son imperceptibles
dentro de la cotidianidad moral y con ello además adormece su conciencia en
relación al resto de seres vivos que también perciben la tierra de forma
discordante a su sensibilidad. El abandono de sí mismo le ha confundido en la
creencia de que su percepción es la medida de todas las cosas. Y por ello todo
conocimiento, toda técnica artificial
que inventa, le suscita de manera vehemente el dominio y la manipulación
arbitraria: esto es, su creencia en que puede manipular el resto de la
naturaleza. Lo más artificial que ha creado como verdad se le antepuso a su
visión y le conduce al dominio implacable de aquello sobre lo cual de manera
presuntuosa cree tener el poder de utilizar. Todo “Don” de natura se ha
extrapolado bajo esta moral esclava e indigente a la convicción imaginativa del
usufructo insensato que se pueda acaparar de la tierra al cotejarla con uno más
de los objetos a los que el hombre cree conocer de manera objetiva. En vez de
poetizar sobre la tierra, sobre el sentido de la tierra, la estrangula con
violencia porque cree percibir correctamente que ella, en suma, está a merced
de su poder. Se ha petrificado en el tiempo la creencia de que la tierra es una
madre, pero una madre sin piel, ni sangre, ni arterias, ni vestigios óseos, que
no percibe ni daño ni vituperio alguno, como el animal metaforizador y, por
ello éste hombre ante ese objeto tan abstracto — la tierra— se comporta como un
tirano — digámoslo más fuerte, ¡como un parasito! En definitiva pues, tenemos aquí ante este
incisivo análisis de los conceptos y del lenguaje la moral del hombre débil, su imposición milenaria bajo el soporte
popular de la locura colectiva y a la que sólo la intuición más dionisíaca (poderosa) le corresponderá desmantelar. Parafraseando a Nietzsche, sólo al fuerte, nos dice, le corresponde en la
oscuridad de este tiempo imponer su voluntad
de poder sobre la voluntad general: su constante afán de creación como
inversión de la moral de la esclavitud.
Es al hombre fuerte por oposición al hombre de la razón tradicional (el hombre de los
fríos esquemas conceptuales y desdeñoso de las más diversas paradojas), a quien
le concierne con su mirada incisiva, penetrar la verdad y mentira de esos
conceptos y propagar por toda la tierra no solamente su ocaso sino la génesis de
una nueva cultura por venir.
La liberación, la ruptura del lúgubre muro
que aprisiona el intelecto bajo las pálidas abstracciones, haciendo pesado e
indigesto el espíritu, sólo la podemos dilucidar, a partir de una intuición
precisa del operar de dos tipos de hombre y que representan en la tierra dos
visiones radicalmente antagónicas de la vida. Tal y como sucede en el filme hay
que precisar dos tipos de naturalezas: un frenético sacerdote alucinado del
trasmundo y un niño. De delimitar de
manera acertada al hombre débil y al
hombre fuerte, su antagonismo fundamental y, de lograr descubrir, el por qué para perjuicio de la tierra uno de
ellos ha impuesto su voluntad (moral) históricamente (amparado en el soporte
popular de la sociedad) y, de por qué la voluntad del otro jamás pudo
imponerse, (jamás afloró su fuerza sobre la historia de la tierra), sobre la
vida, de todo ese fecundo análisis, depende la posible configuración de dicha cultura
por venir.
Hay que hacerse claros cuestionamientos: ¿Por
qué esos muros aparentemente rígidos
que aprisionan el intelecto humano no se desmoronan de forma fácil? ¿Por qué
esa codificación, autocontrol, analgésico, tan aberrante aceptado como
certidumbre de la morada de la existencia? El adormecimiento general de todos
los instintos de poder humanos acaecidos en un proceso de repetición histórica,
es comparable a la metáfora por cuyo endurecimiento y petrificación se
fundamenta su verdad, necesidad y buen uso para los hombres. Dicho
acontecimiento no verifica para nosotros sino el rígido esquema conceptual al
que se ha sometido todo el instinto vital en el mundo completamente antropomórfico
al que se le legítima como realidad pura. En efecto, instalados desde la
perspectiva extramoral hemos dilucidado que ni la petrificación, regularidad,
uniformidad de una metáfora la hace absolutamente necesaria para la vida y de
ahí se sigue entonces que la condición fundamental del hombre fuerte o
intuitivo, del que habla Nietzsche, es su asimilación y aprovechamiento del
continuo devenir al que “el todo” está expuesto. No habrá un lánguido
adormecimiento si los hombres acudiesen más al rio en donde todas las metáforas
que fluyen libres se aprehenden para recrearse en la fantasía y el sueño de lo que puede fundarse. Asistimos así a una
nueva función en el teatro de la vida pero esta vez jugando con un intelecto libre de toda petrificación,
consecuencia, regularidad y la vida se parece esta vez al mundo de los sueños donde todo puede ser posible.
El orden a fundarse obedece a lo
estrictamente inédito, el vínculo entre el juego y las concatenaciones
conceptuales ahora engendradas toma su forma específica tras el desgarramiento artístico que trastoca la
vigilia lúgubre e insensible del animal
inventor del conocimiento y también de sus sueños malsanos como la metafísica y
el “amor” al dios judeocristiano. El conocimiento ahora deviene de un proceso pleno
y consciente de la inaccesibilidad a lo real puro, - al Ser si se quiere - , y toda pretensión y ambición de cientificidad
habrá quedado supeditada a los nuevos juegos de lenguaje, cuya única
regularidad será la constancia con que se trabaja por la innovación y la
configuración de nuevos sentidos (¡artísticos todos ellos!). ¡Es aquí, donde por primera vez tenemos al
filósofo como artista!
El gran edificio de conceptos por el cual el
hombre advertía su vigilia ahora se confunde en las ilusiones que produce la
riqueza del mito, el apuro aventurero del crear y ensoñar tan conscientemente
como pueda ser posible. El conocimiento nuevo, inédito, elaborado a parir del juego con el entramado conceptual
hasta aquí existente, exhibe esta vez el más elevado nivel de conciencia, se ha
jugado con un lenguaje en cuyo operar esta aplicado el juego como seriedad. Lo inédito de estas creaciones tiene que
ver con la metamorfosis de todo
valor que antaño se contempló como
vinculante social y, como metamorfosis de todo vestigio metafísico. El
intelecto liberado burlará la prevención y prudencia, carentes de contenido, de
las verdades con las que el hombre débil ansiaba dominar la vida, como
adormeciéndola en el buen o mal uso de la entonces insospechada frivolidad de
los conceptos morales.
La contraposición entre hombre fuerte (hombre
intuitivo) y hombre débil (científico-creyente), adquiere así su carácter imprescindible
y, es, el antagonismo abismal del
primero, sobre los cánones que el segundo acepta para la vida. Mientras que
este último posee todo un soporte popular que le mantiene seguro, dada la poca
perspectiva sobre el valor de lo paradójico, y el devenir como fenómeno
estético, el otro transmuta dichos valores en su afán de inventar otros, que
aportan oxigeno nuevo a La Vida. En suma, encontramos en la actitud de uno la
tendencia exclusiva de concentrar el arte sobre la vida — de establecer el dominio
sobre ella nos dirá Nietzsche — y en el
otro su deseo de refugio y autocontrol
permanentes. En el primero hay un deseo vehemente por la creación, en el
segundo por el deber, la aceptación de lo dado.
No es posible pues el soñar tejer diferentes
juegos en el lenguaje al estar como adormecidos y auto-controlados. Habrá que
aprender a ver con otros ojos, unos ojos que no pretendan ver conceptos ni
formas universales y que estén a la expectativa del río que fluye, para no
olvidar que hasta su caudal es metáfora — interpretación, intuición poética.
No hay que olvidar que ensoñar es un hacer
crecer alas al espíritu, liberarlo y pues es más bello cuando de manera
consciente disfrazamos la vida de bellas apariencias, formas, colores
(máscaras). Toda configuración de una cultura
nueva depende de qué tan serio deseemos quitar la maldición a la metáfora. Es
difícil crear, es cómodo y fácil ser sacerdotes. Es de fuertes asumir una vida
pensante y estética. Se necesita aristocracia
para entender que todo es una metáfora a la que por adormecimiento se ha olvidado
que lo es. Alexander burló las huestes celestiales del sacerdote con su
imaginación de niño. Trajo una certeza más brillante que la verdad y mintió de
forma más noble que Pablo el sacerdote homicida.
Toda voluptuosidad estética se recrea más
allá del bien y del mal, en la extramoralidad. Es lo único que garantiza Vivir.
Alardear con la verdad y la mentira en un ambiente de chandalas es conditio de la decadencia. “Se miente
para obtener un ventaja” respondía Alexander, al obispo. Pero esa no era la
clase de mentira que se recreaba en esa imaginación llena de saltimbanquis,
acróbatas, colores y risas. ¿Hay que pedir
perdón por imaginar? ¿Es una ofensa imaginar? ¿Es ofender a la propia madre? El
sacerdote y su “fortaleza espiritual” son la ley para declararlo. ¡Basta! En la
tierra no hay imaginación, está infestada de sacerdotes que “educan” rebaños. ¡El
sacerdote vive, por consiguiente la inconsciencia
de los rebaños reina!
No se recrea la belleza ni mucho menos se la
celebra. El animal metaforizador prefiere la finitud para evadir los
laberintos, por eso ama la verdad. Cómo le cuesta hacerse amigo de la belleza
para crear en el espíritu! Cómo le cuesta ser libre.
Quizá la dimensión de embriagues pagana con
su movimiento transgresor sea definitiva para encarar esto. Pero cómo cuesta mirar
la historia para saber lo qué es. Como huye de nosotros ese espíritu de la
transgresión, que erotiza la vida
envolviéndola en la voluptuosidad de la metáfora.
Alexander se atrevió a destruir este
presupuesto: “tan sólo el castigo te enseñará a amar la verdad” (segunda
lección de moralina en el filme). Alexander no diferenciaba entre verdad y
mentira porque para quien juega embriagado de fantasía decir verdad y decir mentira
es decir lo mismo. El espacio acrítico donde se juega la conciencia de la
verdad es una actitud enfermiza, puesto que Vergérus aunque no lo advertía,
estaba violentando su propio ser y con él arrastrando gracias a su soporte eclesiástico,
a quien el devenir pusiera ante su presencia. Las cohesiones a un infante cuya
imaginación desborda todo concepto racional, regla, u convención, devienen
fácilmente desarticulación de su psiquis. Pero como ya lo he dicho en otro
lado, al ser este un fenómeno general pasa desapercibido por quien lo padece y
por la sociedad que lo genera. La humanidad entera padece esta enfermedad, porque
la moral ha imposibilitado el desarrollo del ser — tanto fisiológico como psíquico.
La moral tiene sus legiones adoctrinadoras, ésta las huestes suficientes para
confundir, los profesores de la tiranía, éstos a la familia, y ésta a sus hijos
que vuelve a convertir en chandalas.
El amor hipócrita con que el populacho se
trata, nunca ha escuchado los apasionados jadeos del universo. El rancio concepto de
bien, de dios, de bondad y virtud les impedirá siempre cualquier tipo de
sublimación. Morirán con algún tipo de fetiche religioso y creerán
naturalmente, que este constituye el significado de sus vidas. La simpleza,
para felicidad de nosotros los aristócratas, estará siempre contrapuesta a la
libertad artística y las orgias de la imaginación. Bergman también se exorciza en
el filme, ¡Lo hace! Exorciza sus dolencias metafísicas que nacieron cuando por
primera vez en el lenguaje escuchó de un dios de la verdad; siempre ha habido
hombres prosaicos que lo predicaron y naturalmente su vulgaridad nos ha
torturado a todos! Todas las peripecias del filme ilustran esos conflictos
subjetivos a los que nos exponemos en la decadencia de la tradición
judeocristiana; pero no hay pesimismo en ella, siempre la vida pulula de
diferentes colores, en diferente símbolos: juego, drama de la vida y retorno al juego; la
imaginación como antídoto de los rígidos muros que languidecen la vida; la
imaginación y el ensueño alimentando incluso descubrimientos importantes sobre
el oscuro pasado del obispo quien por haber confinado al encierro a su antigua pareja, causó su muerte y la de los
niños. Una imaginación activa en el juego espontaneo a la hora de tejer posibilidades
de existencia. Metáforas que se asumen como metáforas y no como conceptos que
acceden a la cosa pura.

¡La humanidad debe transmutar estos estigmas!
Pero primero debe entender el daño que le hace. ¡Sin esto no habrá nuevo
horizonte! Sin esto, como decía el poeta, la muerte vendrá y todo será polvo bajo su imperio! Me pregunto si llegará el día en que la humanidad entenderá. De algo si hay
certeza: por ahora cada uno espera la muerte con aquel fetiche en las manos,
creyendo que su vida quizá tuvo algún significado.
[1]
Película sueco-franco-alemana de 1982. Es escrita y dirigida por Ingmar Bergman
el gran director sueco. La película
cuenta con grandes reconocimientos: es ganadora de cuatro Oscar como mejor
película extranjera, mejor fotografía, mejor diseño de vestuario mejor
dirección de arte. El film recibió además otros 18 premios relevantes y es
hecha en la madurez espiritual de Bergman.
[2]
Al menos es la actitud del obispo, sumergir a Alexander en un mundo donde las
reglas que dictaminan la verdad o la mentira hace mucho se han establecido.
[3]
Dice Nietzsche: “dividimos las cosas en
géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué
extrapolación tan arbitraria!...Hablamos de una “Serpiente”: la designación
cubre solamente el hecho de retorcerse; podría por tanto atribuírsele también
al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones!....Los diferentes lenguajes,
comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se
llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no
habría tantos lenguajes. La cosa en sí (esto sería justamente la verdad pura
sin consecuencias) es talmente inalcanzable y no es deseable para el creador
del lenguaje”. Sobre Verdad Y
Mentira En Sentido Extramoral
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