Musique et Philosophie

La Estética de Fanny Y Alexander

De Lo Moral A Lo Extramoral En El Film Fanny Y Alexander[1



La experiencia estética con el film de Bergman “Fanny Y Alexander” agita el espíritu de diversos modos. Es más que evidente su riqueza, un lugar donde afloran no sólo los nobles perfumes de la fantasía sino del teatro, la lectura, la música y para cerrar con maestría, la magia. Si se trata de describir mi experiencia de la película, tendría que admitir que la rodea cierto halo de inefabilidad. Accedo a través de ella a un devenir catártico y usando un término de la fisiología — medicinal para mí. Transporta a esa rica imaginación por la que de niño también mi cuerpo era flagelado por la moral y la verdad  hechas ira y locura ¡Ahora sé con certeza que aquella imaginación era rica y no mentirosa! Y, que algo de niño pulula siempre sobre las mascaras que ahora me acompañan. ¡Vaya! De esto deviene incontenible una lágrima sobre la sien… dos, tres ¡…. la verdad es que miento! Un tonel de ellas sobre la noche fría y sola, pero inmoral y embriagante bullendo todos los recovecos de la memoria! El contacto y sumersión en sus contrastes, la fotografía, la música, — había dos románticos R. Schumann y F. Chopin —  el misterio de los muñecos que acerca al horror de la infancia, en fin, todos ellos elementos que configuran una experiencia estética que reafirma mi existencia ante todos los demonios que emergen del filme, (como ficción que transgrede mi realidad actual y además mnémicamente), pero que al unísono me potencian.

Pero podría pensar en una experiencia estética, también, como conocimiento. Y para ello hay que dialogar con la filosofía de manera tal que, tanto arte y logos se enlacen como dos elementos en una compleja vinculación, antes que en una oposición radical. Me interesa dialogar sobre todo con Nietzsche, ya que, hay varios elementos del filme con los cuales podría enriquecer un buen texto del autor en el que encontramos un contraste también radical entre Arte y moral. En Fanny y Alexander este contraste constituye lo fundamental de la obra, a saber, el valor soberano que ya desde Schiller habíamos pensado en torno de la educación estética del hombre (cuestión que se afirma de manera importante en el film) y la dimensión ascética,  de ultratumba, que constituye el ideal evangélico-protestante. En su ensayo juvenil “Sobre Verdad Y Mentira En Sentido Extramoral” Nietzsche opone a la moral del hombre conceptual, del hombre de acción, del científico (hombre racional) una “voluntad de poder” (hombre intuitivo) donde la intuición artística configura, su existencia. Estamos hablando de una contraposición clara entre dos dimensiones que han permeado la historia de occidente y en la que es por lo demás evidente, una de ellas ha impuesto su voluntad a través de “milenios”. La misma historia de la filosofía, que se suponía, tenía la responsabilidad al menos teórica de estructurar pensamientos claros y distintos acerca de la realidad humana, ha arrojado como sintomático de esa voluntad dominante una conspiración oscura contra la vida. Esta voluntad lúgubre, antiestética, dogmática, hipócrita, moribunda, de cuyo más elevado valor e insignia, religiosamente se ha dignado llamar verdad, ha sido la moral dominante. Todo vestigio de Arte en ella, siempre ha conducido a un único sitio, a un mismo encuentro que responde a la demanda de debilidad con que este hombre asume su existencia en la tierra; en el trasfondo de las más intrincadas teorías que se mimetizan en el decir de ciertas “filosofías”, siempre se ocultó el hedor de la muerte, de la intransigencia para con la tierra, de su mecanización y automatismo, una completa ausencia del arte, para la vida. En el filme podemos analizar este tipo de ideales.  

Ahora bien, se trata en este escrito de dar cuenta de una experiencia estética como conocimiento, pero como apertura de un conocimiento que es consciente de sus límites, es decir, no enmarcado en las concatenaciones conceptuales propias de la moral que desdeña el devenir, o para usar un sentido romántico, que hace maldita a la metáfora. En palabras de un obispo quizás esta frase: “Esa corrupta e infernal quimera que nada tiene que ver con la verdad sino con la vil mentira”. La idea primordial es acceder desde la experiencia estética con el film, esto es, desde las formas de aprehensión del mundo que ella posibilita, sus detalles críticos, sus enigmas, su transgresión de lo mundano habitual — a través de la imaginación etc.,  a una idea de conocimiento inédita que implicaría precisamente la transgresión radical de la moral que suponen la verdad y la mentira.

Partamos, por ahora, de la presuntuosa voluntad de saber qué es verdad y qué es mentira para el obispo Vergerús, luego de las peripecias que generaron su vínculo estrecho con la familia de Alexander y de manera especial desde un efecto teatral que conecta a la realidad en la historia fílmica cuando el padre de Alexander evidencia enfermedad y muere sobre un escenario de teatro. La intrusión del pastor luterano es un giro brusco que altera de forma temporal la historia de aquella familia cuasi-burguesa acostumbrada antes que al ascetismo ultramundano a los sensualismos. Por lo menos en lo que respecta a la madre (Emilie) de los niños, dado que por dolor los expone a los dogmas del religioso.

Aquí vemos toda la maestría del conocimiento del espíritu humano expuesto por Bergman en lo que concierne a los conflictos sentimentales que inducen a los hombres a infinidad de peripecias peligrosas: una madre viuda que por desolación  es arrojada a los brazos de un desconocido y la piedad interesada del creyente. De esta forma Bergman crea la atmósfera precisa para enfrentar dos realidades disimiles que son importantes también a la hora del debate sobre la comprensión de la experiencia estética moderna: de un lado los valores mesiánicos (verdad), y de otro una perspectiva burguesa más en relación con la creación artística respondiendo quizás a lo que Hegel  llama un carácter anfibio, (la familia Ekdahl goza de las costumbres burguesas y a su vez cultiva una forma de arte). Dos realidades, dos tipos de interpretación del mundo con conceptos, fantasías, creencias, fe, aberración, imaginación etc., que  crean un ambiente propicio para entender el valor del Arte sobre la vida y a si mismo determinar los efectos de su ausencia.

Pero para analizar desde Nietzsche — en perspectiva extramoral — este debate entre las dos voluntades de poder que se enfrentan en el film, hay que analizar primero lo que Nietzsche plantea a través de su análisis del lenguaje, sobre las posibilidades reales que tenemos del conocimiento, esto es, desmontarlo de toda su estructuración moral histórica (donde incluso es preciso criticar al intelecto mismo), para acceder mediante un intelecto liberado a nuevas construcciones, todas ellas, resultado de una transmutación de carácter artístico. Los valores nuevos serán creados en virtud del Arte. Es a éste (imaginación, fantasía, ensueño), a quien corresponde iluminar el camino del hombre intuitivo, (Alexander) que ha superado al hombre de los conceptos morales (el obispo Vergérus).
Parto de la primera lección de moral que nos presenta el filme: “puedes decirme... — le dice Vergérus a Alexander — ¿…puedes quizá explicarme lo qué es mentira y lo qué es verdad?… ¿puedes…?  Con esta pregunta Bergman inaugura el enfrentamiento. La idea que quiere ofrecernos es diáfana: el adoctrinamiento moral ante la espontaneidad e imaginación del infante. En un primer momento se piensa que Alexander a mentido pero en realidad éste sólo teje una historia cómica llena de fantasía y saltimbanquis. Aquí la película nos presenta un cambio de fortuna evidente para la imaginación de Alexander. Es cierto que este giro no trasgrede su esencia puesto que Alexander lucha con todo lo que se trata de imponerle, pero es claro que a partir de ahí comienza una amenaza peligrosa para su vida y cuyo preludio, como vemos, empieza llevando a juicio —ante el tribunal de la “razón”— su imaginación. Alexander se opondrá a través de su naturaleza intuitiva, sin embargo, el riesgo de castrar para siempre el juego aventurero de su vida es latente.

En un segundo enfrentamiento atravesado por acusaciones graves del niño al adulto religioso Alexander tampoco miente porque descubre hechos concretos del pasado del alucinado obispo revelándolos en una narración de matices góticos y tenebrosos.  Es su imaginación, la que le lleva a descubrir la hipocresía de este ángel de Cristo. 


El conocimiento del pastor es conciso, presume de verdadero, presume de honesto, y tiene de su lado toda una tradición ultramundana — metafísica— que respalda la pseudocrítica a la fantasía con que Alexander vive. Tiene de su lado a la familia de chandalas y se siente respaldado en sus pobrezas, en sus crímenes históricos. Este  sujeto evidencia  el peor tipo de violencia contra un infante al pretender adoctrinar con su pobreza de espíritu una mente espontánea y fugaz. La actitud del adulto religioso, que pone la Biblia para justificar la tiranía (y cuanto aleccionador moral hay en el mundo al creerse en posesión del conocimiento), constituyen el ejemplo por antonomasia de nuestra historia. Es lo que hay, lo que occidente aún es. Todos los predicadores de este dios son los primeros criminales de la imaginación,  de la poiésis en el espíritu: Alexander no debe tener una mente intuitiva, ni dejarse guiar por los lenguajes no racionales; Alexander debe ser un “buen” hombre, debe distinguir la verdad de la mentira, debe ser un chandala más. Esa es la pretensión del sacerdote.

Pero analicemos a la luz de la antorcha nietzscheana el carácter de ese conocimiento de la verdad; el presupuesto metafísico y los conceptos sobre los que se funda toda psicología de esta moral. Desde “Verdad Y Mentira En Sentido Extramoral”, es posible abordarlo con claridad. Digamos que Nietzsche en este ensayo emprende un cuestionamiento al problema del conocimiento y es uno de los primeros esfuerzos, muy lúcido por cierto, como crítica seria, a la historia de esos valores morales; a la metafísica, a la razón, al lenguaje de la ciencia, que para ser certeros, y digámoslo con crueldad,  no difiere mucho de la lógica y de la forma de pensar de los fanáticos —  puesto que en última instancia se amparan en creencias.

Al menos Nietzsche comienza por algo esencial: discutir de manera seria, aquello que “los animales inteligentes inventaron como conocimiento” y que de manera responsable o no, ha usado para construir los pilares sistemáticos sobre los cuales se ampara toda nuestra cultura. Nietzsche comienza señalando una dificultad fundamental sobre esta cuestión y es el problema del hombre que al estar dotado por naturaleza de intelecto puede metaforizar, crear conocimiento en todo el transcurso de su vida. Pero el problema no es precisamente éste, sino que su nocividad radica en que el hombre al ser el más expresivo de los animales se ha dejado llevar por su fatuidad y presunción de verdad, hasta sobrevalorar de forma desmedida dicho intelecto y con ello procurarse un “conocimiento” que le induce de manera constante a autoengaño. Es por eso, pertinente precisar que la crítica no recae sobre el marco general del intelecto, sino sobre un determinado esquema en que éste ha operado por error a través de la historia y que constituye, sin duda, el más fiel patrocinio de toda esta tradición metafísica y sus valores. Hay un pathos fundamental sobre el que el hombre ha sobrevalorado el conocimiento y Nietzsche lo identifica como el culpable por el cual, el hombre piense que aquello que él nombra en el lenguaje sea el orden en estricto sensu de lo real, como si este llegase de una forma pura, mediante ese acto nominador, a la esencia de las cosas. Dicho pathos es creerse históricamente que por ser poseedor de tal facultad intelectiva, todo el orden cósmico incluso, podría ordenarse de acuerdo a lo que él piense que es preciso dar el titulo de conocimiento. De todas formas no es sino humano, nos dirá el autor, y hay que superar de forma inmediata esa consideración tan “patética” con que se presume de él.

La primera determinación es analizar el concepto de verdad: qué entraña dicha noción, por qué se origina dicho impulso en el hombre, qué condiciones conllevan a que los seres humanos sientan deseo de la verdad y, por otro lado puntualizar cuál es el fundamento del polo opuesto a tal noción, es decir, ¿Cómo se origina por primera vez  el contraste entre verdad y mentira?

El punto es decisivo para entender el rigor de la crítica nietzscheana. Aparece por primera vez ante la denuncia del conocimiento la desmantelación del orden moral al que este está sujeto. Es evidente que el ser humano tanto por la necesidad, como por hastió, siente como necesidad apremiante el crear para sí un cúmulo de convencionalismos y códigos llamados conceptos que le permiten interrelacionarse como ser social. Bajo esta necesidad artificial, por cierto, y utilizando como su herramienta básica el poder legislativo del lenguaje, el hombre se crea el artificio más grande que lo conlleve a vivir en esa condición, unas leyes, normas, un “tratado de paz”  que le hace entrever ya lo que deberá ser aceptado dentro de ese grupo social como verdadero y como falso.[2]
 
De manera uniforme se pretende regular cada cosa que opera dentro de ese esquema artificial. Tendrá cada designación de dichas cosas que obedecer bajo los mismos parámetros de valides  y,  ser por tanto de carácter obligatorio  para el conjunto de los que constituyen ese “orden” social.  Y es desde ese punto que se configura lo que con Nietzsche podemos llamar la indiferencia del conocimiento puro o certero, aquel que sólo en la más nítida reflexión del intelecto puede originarse. Hay de entrada una partida en falso ante la asimilación pura del conocimiento, de la verdad, porque es evidente que los hombres sólo desean las cosas o el conocimiento que les procura cierto modo de vida tranquilo y sin ansiedades mayores. De hecho las verdades, el conocimiento puro les es indiferente porque generalmente no le proporciona un cierto orden empírico u emocional tan favorable a la vida, como sí lo hacen, en apariencia, las convenciones con las que él puede admitir o desadmitir según su conveniencia. Desde aquí podemos ir rastreando los síntomas de una moral de la decadencia, en términos de que toda asimilación filosófica, altamente reflexiva contraría los deseos del hombre de rebaño para el cual el lenguaje constituye la expresión más idónea de toda su realidad. El conocimiento por oposición al comúnmente admitido, es decir, el avalado por lo que Nietzsche llama “el canon de la certeza” se da solamente en los términos por los cuales, se adquiere conciencia de las extrapolaciones arbitrarias de la legislación lingüística[3] que designa el aceptado orden factual sobre el que operará el conjunto social. Dicho saber incorpora desde luego la más alta profundidad y responsabilidad  en el modo de pensar y estará establecido de manera fundamental por el juego libre del intelecto.

Ahora bien, hay que subrayar que este aspecto de las extrapolaciones que se llevan a cabo en el proceso de nombrar, de sistematizar las cosas en diferentes géneros: el objeto masculino, el objeto femenino; la caracterización de las cosas a partir del primer impulso de nuestro aparato sensorial como verdad del objeto en tanto que es y, en tanto que está ahí sensible, es lo que en suma se terminará por llamar concepto. Por primera vez, a partir de esta extrapolación arbitraria, se cree estar en posesión de la verdad. Por primera vez el hombre en su afán de conocerlo todo, ha creído ciegamente establecer una realidad inmóvil, algo sobre lo que estima, puede afianzar su conocimiento; esto ignorando por completo un aspecto sobre el que jamás los sentidos en su percepción del mundo nos podrían engañar, es decir, el continuo devenir que ellos perciben natural y como certero, ó en las brillantes palabras de Heráclito: “Nada es, todo fluye”.

La cuestión fundamental, es que, las palabras, las nominaciones, los conceptos que se han aceptado como verdad, no representan en ningún sentido el conocimiento de “la cosa en sí”, una descripción  de carácter universal, si se quiere, de tal cosa, de modo que el creador del lenguaje, el metaforizador,  no sienta como completamente subjetiva. Es así, como se concluye que con las palabras no se alcanza la verdad, el saber de las cosas en tanto sólo designaciones  de los objetos percibidos, sino que precisamente  por la omisión, el desdén de “lo particular y de lo real” es como se formula un concepto.  De aquí que no es, pues, preciso ningún canon sobre el que se ampare de ahora en adelante el hombre de la verdad. (el sacerdote, el científico…)  En realidad todo el material con el que cuenta para la elaboración de su ciencia y de sus ulteriores proyectos, tiene una partida completamente ambigua, ¡Falsa! en términos de la inaccesibilidad  e indefinibiliad de la cosa.

Puntualicemos entonces la noción de verdad y su desmantelamiento moral, citando al propio Nietzsche:

En efecto “¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”. 

Es evidente que nos queda clara aquí la connotación moral del término verdad. Tenemos que, el estilo vinculante con que esta noción engloba todos los ámbitos tanto del conocimiento como de la vida práctica del hombre, es pues, la razón de ser de todo aquel compromiso que la sociedad establece para mantener su presuntuoso, pero débil y engañoso orden de convivencia. De todas formas el desconocimiento  de todo cuanto se dice que es lo bueno o malo, del la imposibilidad de la representación objetiva, de la apariencia elevada al rigor de “la verdad”, serán los aspectos clave con los cuales verdad y mentira fundan toda convivencia social.  Todos estos aspectos, una absoluta patraña, constituyen dicho refugio: una cosa fija, una casa en donde alojar la conciencia y un rebaño en el cual apoyarse para poder existir; una renuncia inconsciente, en otros consiente a la posibilidad de imaginar algo diferente.

Y ¿Qué es esta verdad resonante y cargada de los más enmarañados efectos moralistas, sino la mutilación de toda capacidad creadora y de todo posible metaforizar la existencia con las alas potentes que puedo hallar tras esos muros, - en la extramoralidad? Si bien, no se debe desprestigiar por completo estos cánones sobre los que hasta ahora se ha amparado todo el saber, es posible entonces desde el reconocimiento de que los conceptos no son la esencia de las cosas y del precisar el engaño de todo ente fijo e incluso el de la más bella metáfora, apuntar a la construcción de una nueva mente que desborde en imaginación extramoral. Y esto implicaría trastocar las plataformas existentes con un nuevo sentido. Para Nietzsche el hombre es un productor de metáforas, par excellence, sólo que lo que hasta ahora ha elaborado lo ha asumido como verdades inmutables.  Lo que ha resultado tan peligroso es que el hombre ha olvidado, con el tiempo, que son sólo antropomorfismos e interpretaciones del mundo enteramente subjetivas. Esto ha sido su gran error.

Ahora bien, es indudable que el orden artificioso que ha elaborado el hombre a través de los más abstractos sistemas conceptuales a dejado ver su capacidad inherente para metaforizar (desde ese primer impulso nervioso que traduce en imagen, en sonido, en concepto etc.), también la posibilidad de acceder a las más certeras reflexiones como por una producción artística del más elevado trabajo y en que poiésis y reflexión filosófica, (logos) pueden entrelazarse en un mismo movimiento estético.

El hombre es “un poderoso genio constructor”, nos dice Nietzsche, para referirse a su capacidad de levantar todo un complejo sistema conceptual sobre las bases inestables que se dan a partir de una no identidad entre las palabras y las cosas, pero que la acepta en tanto tal, como seguridad de lo que ulteriormente pretende fundar. La fábrica de los conceptos para lograr erigir de ahí una ciencia relativamente más sistemática, debió olvidar el material más fino con que posiblemente se accedería a los objetos puros y también olvidar que la metáfora no es juego de lenguaje sino las cosas mismas. Estas ciencias que tienen como ambición fundamental el encontrar nuevas verdades, descubrir nuevos saberes lo hacen a partir de la pauta convencional que previamente han fijado y, sí de nuevo, enuncian el descubrimiento de una verdad nueva, ésta sólo será en forma limitada, antropomórfica, sin ningún carácter que demuestre su valides universal y su realidad objetual. Efectivamente todo obedece a la invención e interpretación humana y la búsqueda de estas verdades son con claridad el resultado de la “…capacidad originaria de la fantasía humana...” y de la invencible creencia de que este escritorio, este papel, estas paredes blancas, son una verdad en sí.

Sobre una creencia pues, se ampara el estrepitoso mundo conceptual que configura toda acción que realizamos y, precisamente por ello, es como se configura la seguridad que experimenta todo hombre en su habitad: “el hombre se olvida de sí mismo como sujeto” y así encuentra la calma necesaria para pasar sus días sin mayores paradojas que le inquieten y que por ende le inciten a la reflexión. Estos muros que le aprisionan son imperceptibles dentro de la cotidianidad moral y con ello además adormece su conciencia en relación al resto de seres vivos que también perciben la tierra de forma discordante a su sensibilidad. El abandono de sí mismo le ha confundido en la creencia de que su percepción es la medida de todas las cosas. Y por ello todo conocimiento, toda técnica artificial  que inventa, le suscita de manera vehemente el dominio y la manipulación arbitraria: esto es, su creencia en que puede manipular el resto de la naturaleza. Lo más artificial que ha creado como verdad se le antepuso a su visión y le conduce al dominio implacable de aquello sobre lo cual de manera presuntuosa cree tener el poder de utilizar. Todo “Don” de natura se ha extrapolado bajo esta moral esclava e indigente a la convicción imaginativa del usufructo insensato que se pueda acaparar de la tierra al cotejarla con uno más de los objetos a los que el hombre cree conocer de manera objetiva. En vez de poetizar sobre la tierra, sobre el sentido de la tierra, la estrangula con violencia porque cree percibir correctamente que ella, en suma, está a merced de su poder. Se ha petrificado en el tiempo la creencia de que la tierra es una madre, pero una madre sin piel, ni sangre, ni arterias, ni vestigios óseos, que no percibe ni daño ni vituperio alguno, como el animal metaforizador y, por ello éste hombre ante ese objeto tan abstracto — la tierra— se comporta como un tirano — digámoslo más fuerte, ¡como un parasito!  En definitiva pues, tenemos aquí ante este incisivo análisis de los conceptos y del lenguaje la moral del hombre débil, su imposición milenaria bajo el soporte popular de la locura colectiva y a la que sólo la intuición más dionisíaca (poderosa) le corresponderá desmantelar. Parafraseando a Nietzsche, sólo al fuerte, nos dice, le corresponde en la oscuridad de este tiempo imponer su voluntad de poder sobre la voluntad general: su constante afán de creación como inversión de la moral de la esclavitud.

Es al hombre fuerte por oposición al hombre de la razón tradicional (el hombre de los fríos esquemas conceptuales y desdeñoso de las más diversas paradojas), a quien le concierne con su mirada incisiva, penetrar la verdad y mentira de esos conceptos y propagar por toda la tierra no solamente su ocaso sino la génesis de una nueva cultura por venir.

La liberación, la ruptura del lúgubre muro que aprisiona el intelecto bajo las pálidas abstracciones, haciendo pesado e indigesto el espíritu, sólo la podemos dilucidar, a partir de una intuición precisa del operar de dos tipos de hombre y que representan en la tierra dos visiones radicalmente antagónicas de la vida. Tal y como sucede en el filme hay que precisar dos tipos de naturalezas: un frenético sacerdote alucinado del trasmundo y un niño. De delimitar de manera acertada al hombre débil  y al hombre fuerte, su antagonismo fundamental y, de lograr descubrir,  el por qué para perjuicio de la tierra uno de ellos ha impuesto su voluntad (moral) históricamente (amparado en el soporte popular de la sociedad) y, de por qué la voluntad del otro jamás pudo imponerse, (jamás afloró su fuerza sobre la historia de la tierra), sobre la vida, de todo ese fecundo análisis, depende la posible configuración  de dicha cultura por venir.

Hay que hacerse claros cuestionamientos: ¿Por qué esos muros aparentemente rígidos que aprisionan el intelecto humano no se desmoronan de forma fácil? ¿Por qué esa codificación, autocontrol, analgésico, tan aberrante aceptado como certidumbre de la morada de la existencia? El adormecimiento general de todos los instintos de poder humanos acaecidos en un proceso de repetición histórica, es comparable a la metáfora por cuyo endurecimiento y petrificación se fundamenta su verdad, necesidad y buen uso para los hombres. Dicho acontecimiento no verifica para nosotros sino el rígido esquema conceptual al que se ha sometido todo el instinto vital en el mundo completamente antropomórfico al que se le legítima como realidad pura. En efecto, instalados desde la perspectiva extramoral hemos dilucidado que ni la petrificación, regularidad, uniformidad de una metáfora la hace absolutamente necesaria para la vida y de ahí se sigue entonces que la condición fundamental del hombre fuerte o intuitivo, del que habla Nietzsche, es su asimilación y aprovechamiento del continuo devenir al que “el todo” está expuesto. No habrá un lánguido adormecimiento si los hombres acudiesen más al rio en donde todas las metáforas que fluyen libres se aprehenden para recrearse en la fantasía y el sueño de lo que puede fundarse. Asistimos así a una nueva función en el teatro de la vida pero esta vez jugando con un intelecto libre de toda petrificación, consecuencia, regularidad y la vida se parece esta vez al mundo de los sueños donde todo puede ser posible.

El orden a fundarse obedece a lo estrictamente inédito, el vínculo entre el juego y las concatenaciones conceptuales ahora engendradas toma su forma específica tras el desgarramiento artístico que trastoca la vigilia  lúgubre e insensible del animal inventor del conocimiento y también de sus sueños malsanos como la metafísica y el “amor” al dios judeocristiano. El conocimiento ahora deviene de un proceso pleno y consciente de la inaccesibilidad a lo real puro, - al Ser si se quiere - , y toda pretensión y ambición de cientificidad habrá quedado supeditada a los nuevos juegos de lenguaje, cuya única regularidad será la constancia con que se trabaja por la innovación y la configuración de nuevos sentidos (¡artísticos todos ellos!).  ¡Es aquí, donde por primera vez tenemos al filósofo como artista!

El gran edificio de conceptos por el cual el hombre advertía su vigilia ahora se confunde en las ilusiones que produce la riqueza del mito, el apuro aventurero del crear y ensoñar tan conscientemente como pueda ser posible. El conocimiento nuevo, inédito, elaborado a parir del juego con el entramado conceptual hasta aquí existente, exhibe esta vez el más elevado nivel de conciencia, se ha jugado con un lenguaje en cuyo operar esta aplicado el juego como seriedad. Lo inédito de estas creaciones tiene que ver con la metamorfosis de todo valor  que antaño se contempló como vinculante social y, como metamorfosis de todo vestigio metafísico. El intelecto liberado burlará la prevención y prudencia, carentes de contenido, de las verdades con las que el hombre débil ansiaba dominar la vida, como adormeciéndola en el buen o mal uso de la entonces insospechada frivolidad de los conceptos morales.

La contraposición entre hombre fuerte (hombre intuitivo) y hombre débil (científico-creyente), adquiere así su carácter imprescindible y, es, el antagonismo abismal del primero, sobre los cánones que el segundo acepta para la vida. Mientras que este último posee todo un soporte popular que le mantiene seguro, dada la poca perspectiva sobre el valor de lo paradójico, y el devenir como fenómeno estético, el otro transmuta dichos valores en su afán de inventar otros, que aportan oxigeno nuevo a La Vida. En suma, encontramos en la actitud de uno la tendencia exclusiva de concentrar el arte sobre la vida — de establecer el dominio sobre ella nos dirá Nietzsche —  y en el otro su deseo de refugio y autocontrol permanentes. En el primero hay un deseo vehemente por la creación, en el segundo por el deber, la aceptación de lo dado.

No es posible pues el soñar tejer diferentes juegos en el lenguaje al estar como adormecidos y auto-controlados. Habrá que aprender a ver con otros ojos, unos ojos que no pretendan ver conceptos ni formas universales y que estén a la expectativa del río que fluye, para no olvidar que hasta su caudal es metáfora — interpretación, intuición poética.

No hay que olvidar que ensoñar es un hacer crecer alas al espíritu, liberarlo y pues es más bello cuando de manera consciente disfrazamos la vida de bellas apariencias, formas, colores (máscaras). Toda configuración de una cultura nueva depende de qué tan serio deseemos quitar la maldición a la metáfora. Es difícil crear, es cómodo y fácil ser sacerdotes. Es de fuertes asumir una vida pensante y estética.  Se necesita aristocracia para entender que todo es una metáfora a la que por adormecimiento se ha olvidado que lo es. Alexander burló las huestes celestiales del sacerdote con su imaginación de niño. Trajo una certeza más brillante que la verdad y mintió de forma más noble que Pablo el sacerdote homicida.

Toda voluptuosidad estética se recrea más allá del bien y del mal, en la extramoralidad. Es lo único que garantiza Vivir. Alardear con la verdad y la mentira en un ambiente de chandalas es conditio de la decadencia. “Se miente para obtener un ventaja” respondía Alexander, al obispo. Pero esa no era la clase de mentira que se recreaba en esa imaginación llena de saltimbanquis, acróbatas, colores y risas.  ¿Hay que pedir perdón por imaginar? ¿Es una ofensa imaginar? ¿Es ofender a la propia madre? El sacerdote y su “fortaleza espiritual” son la ley para declararlo. ¡Basta! En la tierra no hay imaginación, está infestada de sacerdotes que “educan” rebaños. ¡El sacerdote vive,  por consiguiente la inconsciencia de los rebaños reina!

No se recrea la belleza ni mucho menos se la celebra. El animal metaforizador prefiere la finitud para evadir los laberintos, por eso ama la verdad. Cómo le cuesta hacerse amigo de la belleza para crear en el espíritu! Cómo le cuesta ser libre.

Quizá la dimensión de embriagues pagana con su movimiento transgresor sea definitiva para encarar esto. Pero cómo cuesta mirar la historia para saber lo qué es. Como huye de nosotros ese espíritu de la transgresión, que erotiza la vida envolviéndola en la voluptuosidad de la metáfora.

Alexander se atrevió a destruir este presupuesto: “tan sólo el castigo te enseñará a amar la verdad” (segunda lección de moralina en el filme). Alexander no diferenciaba entre verdad y mentira porque para quien juega embriagado de fantasía decir verdad y decir mentira es decir lo mismo. El espacio acrítico donde se juega la conciencia de la verdad es una actitud enfermiza, puesto que Vergérus aunque no lo advertía, estaba violentando su propio ser y con él arrastrando gracias a su soporte eclesiástico, a quien el devenir pusiera ante su presencia. Las cohesiones a un infante cuya imaginación desborda todo concepto racional, regla, u convención, devienen fácilmente desarticulación de su psiquis. Pero como ya lo he dicho en otro lado, al ser este un fenómeno general pasa desapercibido por quien lo padece y por la sociedad que lo genera. La humanidad entera padece esta enfermedad, porque la moral ha imposibilitado el desarrollo del ser — tanto fisiológico como psíquico. La moral tiene sus legiones adoctrinadoras, ésta las huestes suficientes para confundir, los profesores de la tiranía, éstos a la familia, y ésta a sus hijos que vuelve a convertir en chandalas. 
                                                                                         
El amor hipócrita con que el populacho se trata, nunca ha escuchado los apasionados jadeos del universo. El rancio concepto de bien, de dios, de bondad y virtud les impedirá siempre cualquier tipo de sublimación. Morirán con algún tipo de fetiche religioso y creerán naturalmente, que este constituye el significado de sus vidas. La simpleza, para felicidad de nosotros los aristócratas, estará siempre contrapuesta a la libertad artística y las orgias de la imaginación. Bergman también se exorciza en el filme, ¡Lo hace! Exorciza sus dolencias metafísicas que nacieron cuando por primera vez en el lenguaje escuchó de un dios de la verdad; siempre ha habido hombres prosaicos que lo predicaron y naturalmente su vulgaridad nos ha torturado a todos! Todas las peripecias del filme ilustran esos conflictos subjetivos a los que nos exponemos en la decadencia de la tradición judeocristiana; pero no hay pesimismo en ella, siempre la vida pulula de diferentes colores, en diferente símbolos:  juego, drama de la vida y retorno al juego; la imaginación como antídoto de los rígidos muros que languidecen la vida; la imaginación y el ensueño alimentando incluso descubrimientos importantes sobre el oscuro pasado del obispo quien por haber confinado al encierro a su  antigua pareja, causó su muerte y la de los niños. Una imaginación activa en el juego espontaneo a la hora de tejer posibilidades de existencia. Metáforas que se asumen como metáforas y no como conceptos que acceden a la cosa pura.

De ello concluyamos pues, que si bien, se ha tenido un adversario milenario, si la historia de occidente nos ha brindado las huellas de esa voluntad de dominio, el trabajo del hombre no prosaico es siempre el ejercicio de su transvaloración. Porque el fantasma siempre rondará la tierra, tal y como Bergman lo deja entrever al final del film. Cuando parece que la atmosfera se ha depurado, justo ahí, retorna en primer plano, esa cruz colgada sobre la túnica sacerdotal —odio disfrazado de amor y de verdad— para recordar a Alexander que no se librará de esa representación: "No te libraras de mi nunca". ¡Su guarida es la subjetividad!

¡La humanidad debe transmutar estos estigmas! Pero primero debe entender el daño que le hace. ¡Sin esto no habrá nuevo horizonte! Sin esto, como decía el poeta, la muerte vendrá y todo será polvo bajo su imperio! Me pregunto si llegará el día en que la humanidad entenderá. De algo si hay certeza: por ahora cada uno espera la muerte con aquel fetiche en las manos, creyendo que su vida quizá tuvo algún significado.


[1] Película sueco-franco-alemana de 1982. Es escrita y dirigida por Ingmar Bergman el gran director sueco.  La película cuenta con grandes reconocimientos: es ganadora de cuatro Oscar como mejor película extranjera, mejor fotografía, mejor diseño de vestuario mejor dirección de arte. El film recibió además otros 18 premios relevantes y es hecha en la madurez espiritual de Bergman.
[2] Al menos es la actitud del obispo, sumergir a Alexander en un mundo donde las reglas que dictaminan la verdad o la mentira hace mucho se han establecido.
[3] Dice Nietzsche: “dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria!...Hablamos de una “Serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría por tanto atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones!....Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La cosa en sí (esto sería justamente la verdad pura sin consecuencias) es talmente inalcanzable y no es deseable para el creador del lenguaje”. Sobre Verdad Y Mentira En Sentido Extramoral

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Dejar comentario aquí